El Nuevo Diario
Rafael Lucio
Gil / IDEUCA
Por lo general no
solemos tomar en cuenta en la educación la importancia de la inteligencia
ética. Si bien son ampliamente conocidas las ocho inteligencias que menciona H. Gardner, otro grupo de
autores se pronuncian también por la inteligencia ética.
Lo importante es
que la educación, en todos sus niveles, tiene el cometido, no sólo de
desarrollar diversas competencias lingüísticas, científicas, matemáticas, etc.,
sino también otras que, por lo general, se escapan de las evaluaciones del
aprendizaje que se realizan al nivel internacional (Pruebas PISA, etc.), y en
las nacionales. Tal pareciera que no se tratara de algo importante para el
desempeño ciudadano y laboral de jóvenes y adultos. Estas evaluaciones, por lo
general, fijan su atención en competencias enormemente restrictivas, que son
funcionales con las demandas laborales de las empresas, dando por sabido que,
el comportamiento ético ya viene dado, por lo que no pareciera necesario
desarrollarlo en la práctica concreta.
Una mirada al
desempeño de partidos políticos y de profesionales de diferentes entes, muestra
el poco aprecio que se tiene hacia esta inteligencia ética y su puesta en
práctica, en los ámbitos personal, ciudadano y de servicio.
Contrario a esta
realidad, investigaciones recientes muestran que, el desarrollo de esta
inteligencia ética, no se improvisa. Requiere que niños, niñas, adolescentes y
jóvenes, puedan observar, de forma sistemática, comportamientos éticos en la
familia, la escuela y el ecosistema social de su entorno.
En consonancia, también
se evidencia que sólo aprender buenas costumbres y comportamientos, no
garantiza en absoluto la modificación de las conductas de los aprendices. Este
comportamiento ético es un fenómeno social que tiene que ver con los objetivos
e intenciones que tengamos. Se trata de un aspecto de la inteligencia general
que se relaciona con la capacidad que tengamos de actuar, ayudando a los demás,
siendo considerados y compasivos.
Por ello, la
educación que proporcionemos debe orientar el desarrollo de este componente de
la inteligencia, en consonancia con nuestra realización como personas sociales,
profundamente sensitivas hacia las cuestiones morales, orientando la vida hacia
un equilibrio entre estas dos dimensiones personal y social.
Por lo general,
niños y jóvenes que lo tienen todo, no son felices. Estudios diversos (UNICEF y
otros), ponen de manifiesto, que los jóvenes más felices son aquellos que
perfilan ideales y atributos positivos en sus vidas. Algunos estudios más
recientes muestran que las preocupaciones que están más arraigadas en las
personas suelen ser positivas: aversión al daño, autoprotección, justicia,
lealtad, respeto a la autoridad y respeto a la pureza individual de las demás
personas. No obstante, si bien es cierto que los humanos somos racionales -l homo sapiens-, también lo es que la
irracionalidad - homo demen - es
también parte nuestra, por lo que la educación debe enfatizar el desarrollo
continuo de las capacidades racionales más positivas desde la niñez. Se trata de orientar la educación a perseguir
los objetivos y pasiones personales más compatibles con el bien común.
Este desarrollo
moral no se correlaciona con que niños(as) y jóvenes aprendan definiciones de
valores y comportamientos sanos y respetuosos,
pero sí guarda estrecha relación con el ejercicio práctico de
comportamientos procesuales y graduales en la familia y la escuela.
Este proceso de
construcción de la inteligencia ética desde la niñez se puede concretar en
fases como estas: comenzar por aprender a
cumplir reglas sencillas, desplazarse hacia un conjunto dinámico de relaciones
interpersonales, avanzando al desarrollo de buenos propósitos para con los
demás por medio del amor, la empatía, la confianza. Sin duda que ello
requiere crear entornos y modelajes en la familia, la escuela y la sociedad,
que posibiliten este desarrollo procesual.
Por desgracia, las
tensiones que generan la la educación la sociedad, la empresa y la misma
escuela, se vienen orientando a la búsqueda del éxito profesional, económico,
científico de los jóvenes y profesionales, que no toma en cuente un
comportamiento regido por principios éticos. Esta realidad demanda transformar
la educación en todos sus niveles, tomando muy en serio la incorporación
curricular práctica del desarrollo de la “ciencia de los puntos fuertes”,
definitorios de un nuevo modelo social regido por el conocimiento y el
comportamiento moral, por el talento y
el talante.
La familia y los
centros educativos requieren desarrollar o fortalecer sensiblemente un modelo
educativo, construyendo entornos educativos capaces de convertirse en
laboratorios vivenciales, en los que se pongan en acción comportamientos
éticos. Ello supone que el currículum también asuma el desarrollo práctico de
la inteligencia ética, pero traducido en prácticas cotidianas coherentes con
los principios de la ética.
Este currículum
explícito traducido en los programas de enseñanza, es imprescindible que
vaya acompañado del currículum implícito
u oculto, en el que converjan todos los modelos y comportamientos éticos prácticos
(ejemplo y coherencia de vida) de la dirección del centro educativo, la familia
y, sobre todo, de maestros y maestras. Unido a ello, como país, necesitamos
superar las contradicciones que se expresan con frecuencia, entre un discurso
moralizador y una práctica contradictoria, de parte la clase política y las
instituciones. Su impacto en la juventud es demoledor y frustrante. Revertir
esta contradicción, contribuirá a que adolescentes y jóvenes se enamoren de su
país.
11 de octubre 2014
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