Rafael
Lucio Gil *
- 09 Junio 2016 |
La
educación como Derecho Humano ha sido reconocida por Nicaragua, pero la brecha
existente entre el discurso y la realidad es de grandes dimensiones. La
recuperación de derechos requiere ser una tarea permanente, y no se agota en
lograr los recursos financieros necesarios, sino abarca indicadores que son
invisibilizados en las estadísticas, producto de una educación que resiste
salir de su “zona de confort”, con bajísimos niveles de exigencia.
La lucha
por el derecho debe traer en su interior una educación de la calidad. Es cierto
que demanda la inversión necesaria, y que aún es deficitaria, pero sobre todo
debe traducirse en procesos constantes de calidad.
La
calidad tiene varias facetas generalmente obviadas. En la actualidad, esta miopía
del derecho se reduce a lograr elevados índices de aprobación, sin reflexionar
críticamente en el contenido de tales resultados, alcanzados mediante
estrategias de dudosa calidad, como el reforzamiento escolar y el modelo de
evaluación, fortalecidos por el imaginario colectivo de que “todos deben
aprobar”.
En
definitiva, el tema de la calidad queda reducido a la repetición de lemas por
dirigentes y docentes, cuyo valor simbólico contrasta con las prácticas
educativas en uso.
Un factor
clave que se profundiza día a día, es la perspectiva instrumental con que se
valora y trata a dirigentes y docentes. Sus atributos debieran ser: su
capacidad de iniciativa, creatividad, reflexión crítica, formulación de
propuestas e innovación, enfocados a la calidad. Por el contrario, su rol
eminentemente instrumental, les reduce a ser meros ejecutores de órdenes e
indicaciones superiores, sin ningún derecho a disentir. Tal postración
imposibilita, totalmente, lograr nuevas formas de pensar y alcanzar una
educación con calidad.
Este
proceso de “cosificación”, tal como lo denomina Habermas, debe ser superado,
como condición necesaria para avanzar en transformar las rutinas educativas en
procesos realmente educativos de calidad, amalgamados por una actitud y clima
de libertad, pensamiento crítico y cuestionamiento de los estereotipos
institucionales y personales, que operan como obstaculizadores de procesos de
calidad.
El clima
instrumental se transfiere al estudiantado, expresándose en múltiples formas
culturales y pedagógicas de sometimiento, imposición y traslado de contenidos
disciplinares y políticos de forma mecánica y repetitiva, sin el debate y
concertación de significados científicos y políticos necesarios.
El
ambiente educativo de memorización y repetición de saberes, acaba convirtiendo
al hecho educativo en la imposición de ideas, criterios y conductas, y no en la
construcción de identidad, juicio propio, capacidad argumentativa y comprensión
de significados asumidos libremente. Esta subcultura impositiva acaba propiciando
una educación para copiar, decir sí, aceptarlo todo, en suma, una educación
robotizada y generadora de más pobreza y desigualdad.
El modelo
de evaluación se traduce en la práctica del aula en el mejor instrumento para
educar en la superficialidad y mediocridad del saber, requiriendo muy poco
esfuerzo para el alumnado y profesorado. Y esto, con el velado interés de
obtener fácilmente excelentes resultados estadísticos en el rendimiento
estudiantil. Este fraude institucionalizado representa el principal atentado
contra todo interés por mejorar la calidad educativa. Oficialmente la
evaluación se define como formativa, sin asumir ninguno de sus exigencias en la
práctica del aula.
El
currículum se orientan oficialmente al desarrollo de competencias, pero su
práctica muy poco tiene que ver con ello. Continúa, en la práctica, centrado en
objetivos, que conciben los distintos niveles de conocimiento (declarativo,
aplicativo, de valores) por separado. La competencia, por el contrario, integra
en una sola unidad, no fracturada, estos tres niveles de conocimiento. Su punto
central debiera enfocarse en que el estudiantado comprenda y aplique lo que
aprende en diversos contextos con utilidad, lo que demanda grandes esfuerzos
institucionales en laboratorios y espacios de práctica que no existen. El
aparato escolar está, aún, muy lejos de procurar que el estudiantado desarrolle
estas competencias. Podrá contar el estudiantado con excelentes calificaciones,
pero sin haber logrado las competencias necesarias, imposibilitando a quienes
se bachilleran, ingresar al ámbito laboral formal y a la universidad.
Educar en
competencias demanda desarrollar capacidades. El mejor nicho ecológico para
desarrollarlas es con una gestión educativa y pedagógica diferente, ambientes
de aprendizaje, distintos a los actuales: libros de texto sin exclusiones ni
centración en proyectar líderes políticos gubernamentales, bibliotecas
dinámicas, ambientes letrados culturalmente, participación estudiantil en la
toma de decisiones, superación de la brecha digital, aprendizaje y vivencia de
valores ciudadanos, animación de docentes reflexivos-críticos para la
innovación, escuelas auténticas de padres, no simuladas, participación
comunitaria para gestar “Comunidades de Aprendizaje”; fortalecimiento notable
de espacios para la aplicación útil de los conocimientos.
Las aulas
ambientadas con “espacios de aprendizaje”, docentes capaces de motivar al
aprendizaje activo, no repetitivo o mecánico; que estimulen la reflexión
crítica y autorreguladora; sin miedos a pensar distinto y con pensamiento
divergente, comprometido con la justicia y la superación de las desigualdades.
Por
último, la calidad está reñida con la utilización de la educación en el plano
político partidista: Directivos y docentes ocupados, como tarea principal, en
difundir propaganda partidaria gubernamental, y estudiantes requeridos en
tareas políticas extraescolares, adoctrinados con mensajes partidarios.
Necesitamos superar el perfil de una escuela cuyo modelo de calidad descansan,
principalmente, en imponer una opción política partidaria.
*IDEUCA.
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