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Rafael Lucio Gil
IDEUCA | Opinión
Transformar
la formación docente, a diferencia de lo que el imaginario social suele
entender, no es tarea fácil, máxime cuando la globalización y el país someten
cada día a la educación a nuevos desafíos, demandas y complejidades
inabarcables.
En
décadas pasadas, la responsabilidad de padres y madres de familia en la
educación de sus hijos resultó más fácil y mejor asumida que en el presente.
Ahora, en cambio, la “desresponsabilidad” del hogar se ha intensificado,
delegando a la escuela todo el peso de la educación.
Este
estado de cosas somete al docente a nuevas agendas educativas que pugnan por
ingresar al quehacer de la educación formal, sin que su currículum lo llegue a
comprender y asumir, más aún, cuando sus cambios se hacen esperar largas
jornadas de años. Esto somete a la formación docente de Escuelas Normales y
Facultades de Educación a fuertes presiones, mientras estas están distraídas
viviendo procesos endogámicos que impiden cualquier cambio.
En este
orden, es necesario concebir la formación docente como un sistema articulado,
superando su actual atomización y desarticulación. Se requiere superar la
tentación de enfocarse en actividades desconectadas y superficiales, y asumir
esta lógica sistémica para lograr enfrentar tan enorme complejidad. Esto
demanda articular la formación docente inicial con la formación especializada,
la actualización profesional, la formación permanente y la posgraduada (nivel
aún prohibitivo para maestros y maestras).
También
hay que atravesar el umbral de la formación en contenidos, hacia una reflexión
crítica de la práctica sistemática y el desarrollo de capacidades y competencias,
con base en la activación de estrategias superiores de cambio: la metacognición
y autorregulación, motores de la calidad e innovación.
Urge,
asimismo, ver la formación unida al reconocimiento profesional, salarial y
social, y del conjunto de medios didácticos y tecnológicos potenciadores de su
papel pedagógico y científico. Supone brindar a la formación el soporte y
salidas coherentes y estimulantes, lo que demandará organizar procesos serios
de evaluación al desempeño.
Hay que
aprender lecciones latinoamericanas al respecto. ¿Evaluar con criterios de
innovación? Claro que sí, pero siempre que se provea formación docente para la
innovación, y reciban el adiestramiento debido en dispositivos y estrategias
didácticas. Evaluar sin proveer esta formación de calidad significaría un
“suicidio profesional”; lo contrario sí abonará a una carrera docente exitosa.
Se debe
encontrar un punto de equilibrio en esta formación. Forjar sólidos saberes y
competencias científicas, a la par de sus didácticas específicas, ayudará a
superar los extremos viciosos existentes: en algunos casos, el exceso de
contenidos con poca didáctica (Facultades de Educación), y en otros,
metodología sobrancera y débil dominio del saber científico a enseñar (Escuelas
Normales).
Adicionalmente,
nuevas sensibilidades asoman en el horizonte de la formación, que apenas son
reconocidas. Se trata de las potencialidades que ofrece la tecnología, pero
también de los peligros que encierra para el sano desarrollo del estudiantado.
Numerosos fenómenos asoman en el horizonte escolar, para los que los docentes
no están preparados y deben enfrentar: el acoso escolar, la violencia
pedagógica, la violencia familiar, la trata de personas, el enfoque y práctica
de género, el abuso sexual, y otros fenómenos emergentes que a todos nos
preocupan.
16 de
mayo 2014
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