Rafael Lucio Gil IDEUCA | Opinión
El país
tiene frente a sí sueños y previsiones de desarrollo humano. La economía del
conocimiento cobra cada día mayor importancia, en tanto la posibilidad de
lograr este desarrollo descansa precisamente en el conocimiento, la calidad y
efectividad de nuestra educación.
La
formación docente reviste, en este contexto, un nivel de preocupación y
ocupación de primer orden. Se han dado algunos avances, pero tímidos. Si bien
la transformación curricular del 2009 sentó una plataforma importante, con
logros y debilidades en contenidos y enfoques, los tiempos que corren aceleran
profundamente conocimientos, demandas y contextos, presionando fuertemente a la
educación, el currículo y la formación docente.
Si estas
variantes evolucionan con tal rapidez en progresión matemática geométrica
(multiplicando por una cantidad fija), debemos superar la velocidad con que
generemos los cambios en educación, el currículo y la formación docente, las
que están evolucionando en progresión aritmética (sumando una cantidad fija).
Esto abre profundas brechas entre ambas, debiendo el país unir voluntades para,
si no superar tal brecha, al menos reducirla sensiblemente.
El tema
de la formación docente fluye con frecuencia en el imaginario colectivo. Se
intuye, a todas luces, que es preciso mejorar la calidad de la formación
docente, si queremos que la educación cambie. Es fácil cambiar políticas,
currículos y normativas, lo que generalmente se hace. Pero lo que no cambia son
las personas, no revolucionan su pensamiento los educadores. La historia enseña
una lección que aún no aprendemos: de nada sirve realizar cambios y
transformaciones educativas, si las mentes de quienes las aplicarán no cambian,
y no porque no quieran cambiar, sino porque la formación recibida se lo impide.
Si los
cambios institucionales en la política educativa, planes de futuro y currículos
son urgentes, no lo son menos los cambios en la formación docente. Pero no ha
de verse en solitario, pues parte de su efectividad estriba en acompañarla con
políticas estimulantes en los componentes de la profesión docente.
Hay
quienes continúan pensando que lo importante es brindar abundante formación,
muchos cursos, talleres, en fin, un mercado "eficiente" de
posibilidades de formación. Lo que no se ha incluido en esta agenda es
preguntarse: "¿De qué formación estamos hablando?”. Gran parte de ella es
"más de lo mismo", al no generar cambios mentales ni actitudinales,
aunque sí aporte nuevos saberes. No se trata de abundar en cantidad, sí en la
calidad, que los que se desarrollen impacten en cambios de perspectiva técnica,
ética y compromiso de los docentes.
En este
orden, la formación que proveen las escuelas normales tiene el deber de
cuestionarse con franqueza lo que hacen, para lograr generar, a partir de
diagnósticos eficaces y transparentes sobre su quehacer e impacto, cambios
sustantivos, actualizados y visionarios en la formación que proveen. De igual
manera, las facultades de Educación requieren salir de su posición académica
cómoda, tradicional, poco pertinente con las demandas del país, para gestar
rutas innovadoras de la formación docente. El tiempo apremia para resolver esta
paradoja. En el próximo artículo aportaremos algunos rasgos de esta formación
necesaria.
9 de mayo de 2014
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