Rafael
Lucio Gil *
- 18 Noviembre 2016 |
Todo el
país, de alguna manera, es atravesado en sus poros por la educación. De buena o
de mala calidad, abre o cierra la posibilidad de un desarrollo auténtico. La
educación cruza el espectro cultural del país, su complejidad multiétnica y
multicultural.
La
educación hace posible que cada nicaragüense se construya a sí mismo como
persona. No para sí, sino para los demás. En relación e interacción con los
demás. Esta doble dimensión hace que la persona no se agote en una perspectiva
utilitarista ni funcional.
Todas las
venas de la realidad nacional nos remiten a la educación, como un déficit o
como factor clave, en relación con la familia, la sociedad, la vida política,
el gobierno, el estado, la sociedad, en fin, todas las venas de la
especificidad del país.
Aun
siendo esto cierto, pareciera que el país no ha tomado conciencia práctica del
poder de la educación. Ciertamente la invocamos y culpamos de todo lo que está
pasando. En el discurso político, social y empresarial, con mucha razón se
alude a la educación como salvadora del país, del desarrollo humano y los
valores. Es el imaginario social por excelencia. La fuerza todopoderosa
que pareciera darnos confianza en el futuro. Esta proclama permanente en el
discurso, ve en la educación la clave para resolver los problemas que nos
aquejan como país.
Pero a la
vista la pregunta: ¿Por qué razón, aun cuando reconocemos su fuerza
todopoderosa, en la práctica nada hacemos para transformarla, quedando como
cómplices del “desarrollo del subdesarrollo”? Solo algunos ejemplos que
evidencian esta grave contradicción:
Creemos
que la educación no es un gasto a soportar sino la mejor inversión para el
desarrollo personal y humano sostenible. Pero, mientras el desarrollo económico
se ha incrementado significativamente, ¿cómo entender que el porcentaje del PIB
de educación esté disminuyendo a menos del 3%? Aplaudimos que la educación sea
un derecho humano, pero la matrícula real se deprime cada año, y no se cumplen
los acuerdos internacionales pasados ni se toman en serio las metas 2030.
Abogamos
por una educación que desarrolle capacidades de pensamiento, juicio crítico,
autónomo, pero se enseña a repetir y obedecer, a recibir orientaciones, a no
educarse en y para la libertad; ni se facilita la construcción de identidad,
autonomía y ciudadanía. Las Pruebas Serce y Terce de Unesco, y de ingreso a la
educación superior, reiteran resultados deficientes.
Todo
habla de la urgencia de mejorar la preparación y reconocimiento del magisterio
para mejorar la calidad educativa. En contraste, su salario no compensa la
mitad de la canasta básica y sus programas de formación inicial, permanente y
posgraduada carecen de calidad.
La
sociedad sabe que la educación superior debe aportar profesionales e
investigadores para el desarrollo; critica la creación sin control de centros
que gradúan profesionales sin calidad ni empleabilidad, lo que se perpetúa en
el tiempo, sin que las instituciones responsables busquen soluciones.
La
sociedad reconoce que la educación debiera conformar un sistema articulado, un
continuum, no islotes desarticulados en sí mismos y con el desarrollo del país;
que debe ser descentralizada para fortalecer responsabilidades y toma de
decisiones, cooperación e iniciativa de dirigentes y actores; que ello daría
flexibilidad, fortaleza, unidad en la diversidad y sentido de pertinencia y
pertenencia. Pero la educación real espera recibir decisiones y orientaciones
del centro, castiga la iniciativa, la creatividad y diversidad de ideas y
posturas; exige pensamiento único que politiza, no educa, enseña a obedecer y
no a decidir con libertad.
Sabemos que
los primeros grados son claves para que niños y niñas tenga éxito y calidad en
su desempeño y promoción, venciendo el abandono escolar y secando la fuente del
analfabetismo y la pobreza. En contraste se perpetúa la baja calidad docente,
la pobre fluidez y comprensión lectora, amenazando, así, el fracaso escolar en
la ruta educativa y profesional futura.
La
sociedad reclama la importancia de los valores, la transparencia y
responsabilidad gubernamental y ciudadana con la democracia, ante una educación
infructuosa y postiza; y frente a un panorama electoral fruto de un proceso de
graves disonancias en transparencia, valores y cumplimiento de la ley.
Ante esto, la formación en valores en la educación es estereotipada, formal,
acuerpada por la complicidad de un currículum oculto negativo en la escuela,
instituciones públicas y medios de comunicación.
Pareciera
que el país estuviera desarrollando una bipolaridad ética y cultural, viviendo
dos mundos contradictorios, el del discurso y el la práctica. La fe en la
educación que profesamos a diario nos convoca a todos a no retardar más un
compromiso militante con la transformación de la educación. Nicaragua lo
agradecerá.
PhD,
Ideuca.
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