viernes, 16 de mayo de 2014

Rutas de cambio en la formación docente




Managua, Nicaragua | elnuevodiario.com.ni

Rafael Lucio Gil
IDEUCA | Opinión

Transformar la formación docente, a diferencia de lo que el imaginario social suele entender, no es tarea fácil, máxime cuando la globalización y el país someten cada día a la educación a nuevos desafíos, demandas y complejidades inabarcables.
En décadas pasadas, la responsabilidad de padres y madres de familia en la educación de sus hijos resultó más fácil y mejor asumida que en el presente. Ahora, en cambio, la “desresponsabilidad” del hogar se ha intensificado, delegando a la escuela todo el peso de la educación.
Este estado de cosas somete al docente a nuevas agendas educativas que pugnan por ingresar al quehacer de la educación formal, sin que su currículum lo llegue a comprender y asumir, más aún, cuando sus cambios se hacen esperar largas jornadas de años. Esto somete a la formación docente de Escuelas Normales y Facultades de Educación a fuertes presiones, mientras estas están distraídas viviendo procesos endogámicos que impiden cualquier cambio.
En este orden, es necesario concebir la formación docente como un sistema articulado, superando su actual atomización y desarticulación. Se requiere superar la tentación de enfocarse en actividades desconectadas y superficiales, y asumir esta lógica sistémica para lograr enfrentar tan enorme complejidad. Esto demanda articular la formación docente inicial con la formación especializada, la actualización profesional, la formación permanente y la posgraduada (nivel aún prohibitivo para maestros y maestras).
También hay que atravesar el umbral de la formación en contenidos, hacia una reflexión crítica de la práctica sistemática y el desarrollo de capacidades y competencias, con base en la activación de estrategias superiores de cambio: la metacognición y autorregulación, motores de la calidad e innovación.
Urge, asimismo, ver la formación unida al reconocimiento profesional, salarial y social, y del conjunto de medios didácticos y tecnológicos potenciadores de su papel pedagógico y científico. Supone brindar a la formación el soporte y salidas coherentes y estimulantes, lo que demandará organizar procesos serios de evaluación al desempeño.
Hay que aprender lecciones latinoamericanas al respecto. ¿Evaluar con criterios de innovación? Claro que sí, pero siempre que se provea formación docente para la innovación, y reciban el adiestramiento debido en dispositivos y estrategias didácticas. Evaluar sin proveer esta formación de calidad significaría un “suicidio profesional”; lo contrario sí abonará a una carrera docente exitosa.
Se debe encontrar un punto de equilibrio en esta formación. Forjar sólidos saberes y competencias científicas, a la par de sus didácticas específicas, ayudará a superar los extremos viciosos existentes: en algunos casos, el exceso de contenidos con poca didáctica (Facultades de Educación), y en otros, metodología sobrancera y débil dominio del saber científico a enseñar (Escuelas Normales).
Adicionalmente, nuevas sensibilidades asoman en el horizonte de la formación, que apenas son reconocidas. Se trata de las potencialidades que ofrece la tecnología, pero también de los peligros que encierra para el sano desarrollo del estudiantado. Numerosos fenómenos asoman en el horizonte escolar, para los que los docentes no están preparados y deben enfrentar: el acoso escolar, la violencia pedagógica, la violencia familiar, la trata de personas, el enfoque y práctica de género, el abuso sexual, y otros fenómenos emergentes que a todos nos preocupan.
16 de mayo 2014 

viernes, 9 de mayo de 2014

La formación docente de calidad tiene prisa



Rafael Lucio Gil IDEUCA | Opinión

El país tiene frente a sí sueños y previsiones de desarrollo humano. La economía del conocimiento cobra cada día mayor importancia, en tanto la posibilidad de lograr este desarrollo descansa precisamente en el conocimiento, la calidad y efectividad de nuestra educación.
La formación docente reviste, en este contexto, un nivel de preocupación y ocupación de primer orden. Se han dado algunos avances, pero tímidos. Si bien la transformación curricular del 2009 sentó una plataforma importante, con logros y debilidades en contenidos y enfoques, los tiempos que corren aceleran profundamente conocimientos, demandas y contextos, presionando fuertemente a la educación, el currículo y la formación docente.
Si estas variantes evolucionan con tal rapidez en progresión matemática geométrica (multiplicando por una cantidad fija), debemos superar la velocidad con que generemos los cambios en educación, el currículo y la formación docente, las que están evolucionando en progresión aritmética (sumando una cantidad fija). Esto abre profundas brechas entre ambas, debiendo el país unir voluntades para, si no superar tal brecha, al menos reducirla sensiblemente.
El tema de la formación docente fluye con frecuencia en el imaginario colectivo. Se intuye, a todas luces, que es preciso mejorar la calidad de la formación docente, si queremos que la educación cambie. Es fácil cambiar políticas, currículos y normativas, lo que generalmente se hace. Pero lo que no cambia son las personas, no revolucionan su pensamiento los educadores. La historia enseña una lección que aún no aprendemos: de nada sirve realizar cambios y transformaciones educativas, si las mentes de quienes las aplicarán no cambian, y no porque no quieran cambiar, sino porque la formación recibida se lo impide.
Si los cambios institucionales en la política educativa, planes de futuro y currículos son urgentes, no lo son menos los cambios en la formación docente. Pero no ha de verse en solitario, pues parte de su efectividad estriba en acompañarla con políticas estimulantes en los componentes de la profesión docente.
Hay quienes continúan pensando que lo importante es brindar abundante formación, muchos cursos, talleres, en fin, un mercado "eficiente" de posibilidades de formación. Lo que no se ha incluido en esta agenda es preguntarse: "¿De qué formación estamos hablando?”. Gran parte de ella es "más de lo mismo", al no generar cambios mentales ni actitudinales, aunque sí aporte nuevos saberes. No se trata de abundar en cantidad, sí en la calidad, que los que se desarrollen impacten en cambios de perspectiva técnica, ética y compromiso de los docentes.
En este orden, la formación que proveen las escuelas normales tiene el deber de cuestionarse con franqueza lo que hacen, para lograr generar, a partir de diagnósticos eficaces y transparentes sobre su quehacer e impacto, cambios sustantivos, actualizados y visionarios en la formación que proveen. De igual manera, las facultades de Educación requieren salir de su posición académica cómoda, tradicional, poco pertinente con las demandas del país, para gestar rutas innovadoras de la formación docente. El tiempo apremia para resolver esta paradoja. En el próximo artículo aportaremos algunos rasgos de esta formación necesaria.
9 de mayo de 2014

viernes, 2 de mayo de 2014

Educar el pensamiento crítico



Por Rafael Lucio Gil * | Opinión

Suele ser habitual que los currículos en las diferentes administraciones educativas, incorporen el ‘pensamiento crítico’ como un eje transversal. En ello se impone, por lo general, más la moda, y no la sana intencionalidad de concretarlo transversalizando todo el quehacer educativo, particularmente los contenidos y métodos de enseñanza.
Sobre el tema, se teje una variedad de significados por parte de quienes diseñan y aplican el currículo, lo que hace que, al final, termine banalizándose por completo dicho eje.
El paradigma de reflexión crítica sobre la práctica ha invadido la literatura científico-pedagógica, particularmente en los ámbitos profesional y docente. Donald Shön propone cuatro niveles de reflexión crítica sobre la práctica: reflexión ‘antes’ de la acción, reflexión ‘en’ la acción, reflexión ‘después’ de la acción, y reflexión crítica ‘sobre’ la reflexión que se realiza (metarreflexión).
Sin duda que cuando los profesionales y docentes aprenden esta práctica reflexiva-crítica desde su formación, su desarrollo logra desplegarse a plenitud, contrariamente a quienes nunca han sido entrenados en ello. Esta formación, enraizada en la reflexión crítica de la práctica, se constituye en el principal dinamizador de la calidad educativa.
Es obvio que, cuando esta práctica no es practicada por el profesorado, difícilmente se podrá concretar este eje en el aula. La posibilidad de lograr que los estudiantes aprendan a ser críticos y autocríticos, descansa en que sus docentes lo sean.
Es importante animar al estudiante a pensar críticamente sobre el contexto mundial y nacional, dado que el conocimiento que tienen de la realidad se les revela ambiguo, equívoco y misterioso. Al nivel curricular, es recomendable que las disciplinas en cuyo interior se generen procesos indagativos y críticos, se puedan yuxtaponer entre sí, no presentándolas de forma exhaustiva en relación con su área de conocimiento, en tanto se busca que dicha disciplina sea tratada en forma problematizadora.
En este contexto, el docente adopta una posición de falibilidad y no de autoritarismo. Ello contribuirá a que los estudiantes sean reflexivos, pensantes y críticos, de manera que logren incrementar su capacidad de razonabilidad. Se trata de que el foco del proceso educativo no sea la adquisición de información, sino la indagación de las relaciones en la materia bajo investigación y estudio.
No se desarrolla el espíritu crítico cuando se pide que estudien los resultados de lo que los científicos han estudiado, rechazando analizar el proceso. Por el contrario, se les debe pedir que hagan lo propio de los científicos utilizando el método científico. Si se desea desarrollar en el aula el pensamiento crítico, el currículum no debiera presentarse como algo fijo en sí mismo, ya que así paralizaría el pensamiento. El currículum debería mostrar los aspectos de la materia que son indeterminados y problemáticos, con la finalidad de capturar la aletargada atención de los estudiantes, estimulándoles a formar una comunidad de investigación.
Se convierte la educación en un laboratorio de la racionalidad, el contexto en el que los jóvenes aprenden a ser críticos, creciendo como ciudadanos. En definitiva, debemos lograr que los estudiantes sean pensadores autónomos, que razonen por sí mismos, no siguiendo a ciegas lo que otros dicen o hacen, realizando sus propios juicios, y construyendo sus propias concepciones.